jueves, 8 de julio de 2010

Reflexiones sobre el mundo en el que vivo

No somos nada, sólo números para el gran capital. Y sin embargo, es de nosotros de quienes sacan la energía para continuar ejerciendo su poder de controlar el mundo.
Yo nací en una familia humilde, ni rica ni pobre. Fue humilde porque se reprodujo con los medios que tuvo en su momento para subsistir y porque se alimentó de la esperanza de un mundo mejor donde primara la igualdad y el respeto humano y dejase atrás un tiempo de dictaduras y momentos de escasez.
Así, de ésta manera fuimos creciendo los más pequeños y envejeciendo los más mayores, con la mirada fija en un estado de bienestar que creímos alcanzable.
Por ello, desde que me hice adulta y tomé la responsabilidad de ejercer mi derecho de ciudadana, como trabajadora, como madre y cómo habitante dentro de la esfera social, dónde he tenido el privilegio de vivir, veo cómo toda aquella luz que vislumbramos va perdiendo fuerza y se está apagando.
Sí, por mucho esfuerzo y empeño de los que vendemos nuestra fuerza de trabajo, y gran parte de nuestra vida a quienes más tienen, seguimos más que nunca en la cuerda floja sin llegar a ser nada de nada. Solamente un número más que en la gran economía del neoliberalismo se transforma en un decimal despreciable.
Ahora, desde la perspectiva de la madurez y los años vividos, la desazón por pertenecer a un sistema que no es ni igualitario, ni justo, ni si quiera capaz de ser, esa milésima parte decimal despreciable, humano la esperanza se desvanece.
Pero esa es la parte colectiva más negativa del ser humano, y quizás, con gran optimismo piense que algún día, y espero que no muy lejano, la situación cambie hacia una verdadera social-democracia. Esa que hoy brilla por su ausencia.