La semana pasada colaboré, junto con otra mamá, en unas
actividades para fomentar la lectura en el colegio público donde estudian mis
hijos.
No somos unas expertas animadoras, ni personas con
demasiada gracia para contar cuentos, pero desde luego que pusimos nuestro
empeño en hacerlo, y añado que tuvimos que utilizar la lengua valencia con poca destreza, ya
que elegimos este plan lingüístico para nuestros hijos (con el fin de que en un
futuro, no pequen como yo de no conocer la lengua del pueblo en el que viven).
De esta forma, preparamos con esmero y delicadeza la actividad, quisimos que
fuese amena, divertida y que los niños disfrutaran con ella. Pero no lo
conseguimos.
Quizás no fuimos las mejores oradoras del mundo, ni las más
divertidas, ni las más elocuentes, puede que ahí radicara un poco el fallo. Quizás
tampoco elegimos el mejor cuento, ni con la temática más adecuada, y quizás la culpa de este fracaso fuese solo nuestro. Pero como
ya he dicho al principio, fuimos voluntarias y con mucha ilusión al respecto.Y pese a la ilusión, e incluso la decepción, de que los niños
no vivieran el cuento tal y como nosotras habríamos querido, la experiencia fue
bastante dolorosa.
Debo decir, que no pude dejar de evocar mis momentos en la
escuela. Ya que el recuerdo que tengo de ellos siempre aviva sensaciones muy
agradables: el olor a lápices, a goma de borrar, la pizarra, los libros... avivaron todos esos recuerdos. Pero la situación que viví me hizo
comparar a la generación que tenía delante de mi a la que yo
fui una vez.
Siempre la he recordado con respeto. Si, había niños más
charlatanes, desobedientes, contestones, sí. Pero ante todo, había un profundo
respeto hacia los profesores. Y revivirlo hizo que esa comparación me reafirmara como se destruye la educación. Porque presenciar aquel escenario de niños revueltos y nerviosos impedía a la docente tomar las riendas de una clase con veintiocho niños. Aunque era viernes, y víspera de
empezar el fin de semana, y los niños estuvieran más nerviosos que de
costumbre, se pudo percibir muchas cosas, que desde luego, deberían a los padres a invitarnos a una profunda reflexión sobre cómo estamos educando a nuestros hijos. Hubo de todo, niños con una escasa ingenuidad que se percibía de niños de
apenas 7 años, falta de respeto, falta de valores… Y hubo un momento que se me quebró el alma cuando un
niño dijo que él no creía en la magia. Lo reconozco, me dio pena pensar, que su raciocinio
infantil, no era un buen síntoma de madurez, sino una quiebra muy temprana de
su infancia.
Pero si todavía no había visto poco, me sentí tan indefensa
entre esas cuatro paredes, siendo partícipe de lo que los maestros tienen que
lidiar: enseñar modales, enseñar respeto, enseñar empatía, enseñar y enseñar
tantas cosas que se alejan de la cultura, porque tiene que ser tan difícil esta ahí, con esos
niños, que unas veces atienden, otras miran el techo y otras chinchan al compañero....
Días después a esta experiencia que viví, una buena amiga
que tiene una niña en proceso de escolarización me preguntó por el colegio.
Quería información sobre él para poder elegir un lugar dónde su hija
aprendiera. Y aunque hablé y alabé al centro, no supe como decirle que qué
podemos esperar de la educación de nuestros hijos, cuando el sistema educativo está gobernado por quienes no quieren una educación pública de calidad, cuando las condiciones para impartir las clases, ya sea por
burocracia administrativa o por dejadez de los padres cada vez encuentra más barreras
y cada vez se diluye más y se desvanece de su significado.Qué decir cuando el después venga cargado de remordimientos por no haber "hecho un poco más" para salvar el futuro educativo de nuestros hijos.
Inma me duele reconocerlo, pero creo que tienes toda la razón. Besos.
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