Ayer, mi hija me pidió una chocolatina. Esas de renombre que
te hacen parar el mundo para degustarlas. Y como estamos en crisis y tenía que
comprar tres en vez de una-por eso de repartir entre todos los hermanos- decidí bajar a un gran
establecimiento. De esos en que todo parece más barato.
Me dirigí al sitio, sabía el trayecto y el lugar exacto dónde
encontrarlas. Al llegar me incliné para cogerlas y poder comprarlas. Y con éste
inocente gesto rompí el espacio entre un señor y sus acciones.
Pude observar, sin mirar y sin ser vista, como alguien a mi
lado abría su cazadora e introducía algo para volverla a cerrar y ocultar así
lo que no estaba dispuesto a pagar. No quise volver mi mirada ni ser cómplice
de aquella situación, porque ya me sentía encubridora de lo que sucedía.
Pero también sentí su vergüenza, sus nervios, su no saber qué
hacer después. Y allí se quedó, fingiendo que buscaba algo más con unos ojos
perdidos, quizás, en el remordimiento de sus actos.
Soy habitual de ese establecimiento y conozco a parte del
personal. Pensé en comunicar el robo pero mi última mirada a aquel anciano encorvado,
que la ropa le bailaba en su cuerpo, que sus ojos delataban y que sus manos
temblaban le dijo a mi conciencia que respetara su acción. Y así lo hice.
De camino a la salida pensé muchas cosas menos en
denunciarlo. Algo me decía que aquel el hurto era un signo de la deriva de
nuestra sociedad. Que ese señor, que podría ser cualquiera de nosotros, en un
acto de necesidad, de urgencia o de desvarío se había convertido en una señal
de alarma, en una voz silenciosa, en la imagen real del abandono social que se
está instalando en nuestras vidas de una forma insultante. Y ahí tengo esa
imagen incrustada en la retina, parpadeante, como cuando el sol nos quema la
vista y nuestra conciencia nos atrapa.
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